Cuando recuerdo la era Ceausescu, viene a mi mente un juego que a mi familia le gustaba. Mientras veíamos las dos únicas horas que había de televisión -y que consistían principalmente en las actividades diarias de Ceausescu y algunas canciones patrióticas- nosotros nos sentábamos alrededor de la mesa del comedor y nos imaginábamos cómo sería si Ceausescu fuera capturado y nuestra familia la responsable de mantenerlo en su cautiverio. Lo primero que necesitábamos decidir era el lugar donde retenerlo, el cual era habitualmente el baño. Luego planeábamos con qué le alimentaríamos.

Algunas veces mi padre hacía el papel de Ceausescu. Se ponía un viejo abrigo y un sombrero de piel de cordero y nosotros lo encerrábamos en el baño. Mi hermano y yo le obligábamos a jurar un montón de cosas absurdas y le tomábamos el pelo con un pequeño pedazo de pan. Mi padre era genial imitando la manera en que Ceausescu hablaba y caminaba. Algunas veces nos metíamos tanto en el juego que no sabíamos cómo parar. Incluso cuando mi padre nos suplicaba que lo liberásemos, nosotros no lo hacíamos, diciéndole que fingía ser nuestro padre para que lo soltáramos. Todo esto terminaba generalmente cuando nuestra madre nos mandaba con resolución a la cama.

Hace 15 años de esto. Ahora tenemos democracia y libertad para viajar por todo el mundo, pero seguimos llevando dentro de nosotros el recuerdo y la herencia de ésa época.

Viendo cómo se revelan los acontecimientos a través de los ojos de Eva de 17 años y de Lalalilu de 7, Cómo celebré el fin del mundo refleja la combinación de alegría y tristeza, realidad e imaginación, que yo asocio a esa época. Es una comedia trágica con sombras de lo absurdo y lo sublime. Expresa la emoción de ése período en Rumania y da una pista de lo que aportamos yo y mi generación a este nuevo mundo en el que entramos. La película es también un homenaje –no sólo los que tuvieron el valor de levantarse contra el dictador, sino también a los que, como nuestros padres, se mantuvieron en silencio y aguantaron por miedo a que algo pudiera pasarles a sus seres queridos.

La película fue inspirada por mis recuerdos y alimentada por mi nostalgia y mi fe en este mundo. No fue mi intención hacer un documental o reproducir el tiempo con una precisión histórica. Aunque la clave del estilo de la película sea el realismo, éste contiene mi propia imagen y emociones de aquella época concreta.

Nosotros recreamos aquel mundo a través de los elementos del decorado y del diseño de vestuario. Estoy convencido de que incluso una simple botella de leche puede contener ese mundo, porque eso tiene un lugar especial en nuestros corazones. O la bolsa de cuerda para la compra de la que mi madre nunca se separó, el mantel del plástico de la mesa de la cocina, el cristal roto en el tranvía, el calentador improvisado en la cabina del conductor, todos esos pequeños pero esenciales objetos que hacen regresar al pasado a quienes vivieron ese momento.

Aunque la historia se desarrolla en 1989, decidí junto con Daniel Raduta, mi director de producción y Mónica Raduta, mi diseñadora de vestuario, recrear el sentimiento de un lugar anclado en el tiempo. Tanto los decorados como el vestuario contienen elementos de los años 70. Nosotros contrastamos nuestras investigaciones con nuestros propios recuerdos y con documentos filmados de aquel entonces.

Descubrimos que las cosas tenían más color de lo que recordábamos. Mi objetivo era pintar un escenario con una intensa carga histórica y emocional, pero que al mismo tiempo encajara con la historia de la película y sus personajes. En este mundo frío, como era, los personajes son los que aportan el aliento vital, la energía y la alegría de vivir. Yo no quería que la película fuera un simple fresco de una época pasada. Los personajes están aquí para hacer avanzar la historia con sus deseos, sueños y energía.